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2 de abril: Un día para mirar distinto. Concientizar sobre el autismo es más que una fecha: es un acto de amor diario

Hay fechas que no deberían pasar desapercibidas. El 2 de abril, Día Mundial de Concienciación sobre el Autismo, es una de ellas. Porque detrás de cada cartel que dice “inclusión”, hay vidas reales que piden algo más profundo: comprensión, respeto y empatía. No para un día, sino para todos.

El Trastorno del Espectro Autista (TEA) no tiene una única cara. Es un abanico inmenso de formas de sentir, de comunicarse, de estar en el mundo. Algunas personas hablan mucho, otras no hablan nada. Algunas son hipersensibles a los sonidos, otras al contacto físico. Algunas necesitan rutinas estrictas, otras fluyen mejor con libertad. Pero hay algo que todas tienen en común: una humanidad que muchas veces el entorno no sabe, o no quiere, ver.

Ser parte del espectro no es fácil. Pero más difícil aún es enfrentarse a un sistema que constantemente pone trabas. Familias que van de médico en médico buscando un diagnóstico claro. Padres y madres que batallan por horas de terapia que les corresponden, que se encuentran con escuelas que dicen “no estamos preparados”, que deben justificar una y otra vez por qué su hijo necesita una maestra integradora o una adaptación curricular.

Y mientras tanto, el niño crece. Observa. Siente. No siempre puede decirlo con palabras, pero lo vive con todo el cuerpo. Sabe cuando no lo quieren en un grupo. Percibe cuando lo tratan como “el diferente”. Sufre cuando no logra cumplir con lo que se espera de él. Y aun así, sigue intentando. Porque los niños en el espectro tienen una fuerza que asombra, una capacidad infinita de dar amor, de superar obstáculos, de encontrar sus propias formas de avanzar.

También hay otra cara que muchas veces no se muestra: la de los vínculos que florecen cuando hay aceptación. La de los hermanos que aprenden a mirar el mundo con ternura. La de los docentes que se forman, que se detienen, que entienden que enseñar también es adaptar, contener, sostener. La de las amistades verdaderas, esas que no preguntan “qué tiene”, sino que simplemente acompañan.

Es hora de dejar de romantizar la inclusión y empezar a construirla de verdad. No alcanza con decir “todos somos iguales” si después se excluye al que necesita algo distinto. La verdadera inclusión no es hacer un lugar a regañadientes: es transformar los espacios para que nadie quede afuera. Es entender que la diversidad no es un problema a resolver, sino una riqueza a abrazar.

Este 2 de abril no se trata de tener lástima, ni de señalar diferencias. Se trata de reconocer que cada ser humano es único, valioso y digno de respeto. Se trata de mirar al otro sin prejuicios, de animarnos a preguntar antes de juzgar, de corrernos del lugar cómodo para acercarnos con empatía.

Porque no hay discapacidad más grande que la falta de amor.
Y porque la inclusión real no empieza en las leyes, sino en los corazones.

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