Jorge Mario Bergoglio, el Papa que renunció a los fastos del poder para abrazar el barro de la historia, falleció hoy en Roma a los 88 años. Su muerte deja un vacío hondo en la Iglesia Católica, pero también un legado imborrable: fue el primer pontífice en poner los pies —y el corazón— en los márgenes, sin perder nunca el centro.
Desde su elección en 2013, Francisco apostó por una Iglesia que no temiera ensuciarse. Visitó campos de refugiados, se arrodilló ante víctimas de abusos, abrazó a enfermos, lavó los pies a presos y pidió perdón en nombre de una institución que cargaba silencios antiguos. Cada gesto, cada palabra, fue una invitación a la ternura como forma de resistencia.
Con él, la Iglesia volvió a hablar con el lenguaje del Evangelio. Se alejó de los púlpitos de mármol para sentarse en sillas de plástico bajo techos de chapa. Redefinió el papado con una autoridad que no venía del poder, sino del ejemplo. Y en un mundo herido por guerras, Francisco insistió: “la paz es artesanal”, y se construye todos los días, con todos.
El suyo fue un liderazgo profundamente latinoamericano: comunitario, cálido, desafiante. En un mundo fragmentado, intentó suturar heridas con la palabra “encuentro”. Para muchos creyentes —y también para muchos que no lo eran—, Francisco fue el último líder global con autoridad moral.
Hoy su voz se apaga, pero su eco resuena fuerte. En los hospitales de campaña del alma, en las periferias del mundo, en cada rincón donde alguien espera ser visto. Porque el Papa de los gestos no solo cambió estructuras: cambió miradas.
